Penélope nunca fue una niña
común.
Porque Penélope no podía llorar. Henchida en el sofá de aquel salón se
sentía única y sola. Le apetecía mucho hacerlo, pero no podía. Hacía tiempo que
había olvidado llorar. Cerraba los ojos, se recordaba a sí misma, imaginaba
desastres, desgracias, cualquier odisea digna de ser tratada por Lars von
Trier. Y no era capaz. Las lágrimas no amanecían en sus ojos. Parecía que los
párpados las asediaban tras ellos, celosos de que otros pudieran ser testigos de
su cristalina agonía. Penélope se imaginaba esta situación cada noche, tratando
de dar explicación a esa ausencia de líquidos que le secaba el alma. Y es que
Penélope vivía con el alma desollada. Nunca
fue una niña común. Nunca fue como las demás. Y no fue como el resto porque sí,
sino porque no podía llorar. Sin embargo, Penélope sufría. A Penélope le
diagnosticaron desde muy chica esa enfermedad. La del sufrimiento. Esa patología
que le producía un profundo desazón. Penélope no podía cruzar la vista con
nadie, porque era capaz de identificar sus sentimientos y sentirse obligada a
vivirlos como aquellos ojos con los que se había topado. Penélope se detenía en
cada conversación, se apostaba en cualquier parte, para escuchar. Y escuchando
leía las almas de aquellas pupilas que le contaban cuáles eran sus problemas. Y
Penélope no podía mitigar aquella sensación de empatía que la corroía, que le
producía tanto dolor. Y cuando pasaba el tiempo, y las personas seguían
desfilando a lo largo de su vida, superando sus problemas, sonriendo y saltando
al siguiente escalón; Penélope se quedaba atrás, entre bastidores, sintiendo el
mismo dolor que al principio.
Penélope no tenía piernas. No podía caminar.
Pasaba su vida sumergida en el mismo sofá, contemplando a los funambulistas que
sopesaban sus penas, mientras ella permanecía ahí, sentada, sin poder moverse. Penélope
no tenía familia. Penélope no tenía hogar. Aparecía de vez en cuando sobre
aquel tresillo, sola. Penélope tenía una guitarra que no sabía tocar. Y estaban
los tres, su sofá, su guitarra, y ella. Penélope se obligaba a estar enamorada
de su guitarra. Por eso le puso nombre de hombre, aunque nunca lo quiso decir
en voz alta para que no le recordase a ningún hombre físico por el que sintiera
dolor, pero por el cual tampoco pudiera llorar.
A Penélope le gustaba cantar,
aunque no tenía voz. Se imaginaba acordes infinitos y decadentes ritmos. Se
sabía todas las canciones de memoria. Penélope era inteligente. Observaba y
aprendía, y el saber llegaba a su sofá. Pero había algo que Penélope no sabía,
y es que su trémula alma lloraba cuando sentía esas punzadas de dolor que cada
vez se volvían más cotidianas. Penélope nunca fue una niña normal. Porque no es
de este mundo. Penélope viene y va. Penélope es mi invento para pensar, junto a
mi guitarra, que no estoy sola en mi sofá. Y cada vez que Penélope viene, se
lleva la enfermedad, y me deja utilizar mi guitarra con cierto desorden,
recordándome que tal vez mañana siga viva, y pueda aprender un par de acordes
más. Mientras Penélope siga viniendo, yo seguiré ensayando. Porque no hay mayor
obra de arte que la vida. Ahora Penélope se va, se me sume en el alma y nos
hacemos una. No habrá más tregua hasta mañana.
Buenas noches, Penélope. Te
espero en el sofá.
Ana
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