Me llaman Lala.
Mi nombre real no lo recuerdo. Nací en algún punto de Edo, un Estado al sur de Nigeria. De mi infancia apenas tengo recuerdos. Mi madre falleció en mi alumbramiento, y de mi padre no tengo constancia. Desde muy niña viví con unos parientes lejanos en la zona de Kogi, en Lokoja, una pequeña urbe un tanto prolífica -en la medida en la que algo en Nigeria puede serlo-, gracias al paso del río Níger. Fueron tiempos bonitos. Jugábamos a ser futbolistas en plena calle como si fuéramos las protagonistas de la película Quiero ser como Beckham. Solo acudimos una vez al cine, y fue al aire libre en la plaza sur, precisamente para ver esa cinta. A partir de aquel día, recuerdo que me obsesioné un poco con parecerme a aquella muchacha india que dejaba todo atrás por su sueño. Incluso mis parientes me reprochaban mis continuas ensoñaciones en el trabajo. Pero qué podíamos hacer. Una de las características de Nigeria es que en esta tierra mágica los sueños vuelan más alto que las personas. Si algún día visitas mi tierruca, te darás cuenta de que al mirar a las nubes, pueden
Mi nombre real no lo recuerdo. Nací en algún punto de Edo, un Estado al sur de Nigeria. De mi infancia apenas tengo recuerdos. Mi madre falleció en mi alumbramiento, y de mi padre no tengo constancia. Desde muy niña viví con unos parientes lejanos en la zona de Kogi, en Lokoja, una pequeña urbe un tanto prolífica -en la medida en la que algo en Nigeria puede serlo-, gracias al paso del río Níger. Fueron tiempos bonitos. Jugábamos a ser futbolistas en plena calle como si fuéramos las protagonistas de la película Quiero ser como Beckham. Solo acudimos una vez al cine, y fue al aire libre en la plaza sur, precisamente para ver esa cinta. A partir de aquel día, recuerdo que me obsesioné un poco con parecerme a aquella muchacha india que dejaba todo atrás por su sueño. Incluso mis parientes me reprochaban mis continuas ensoñaciones en el trabajo. Pero qué podíamos hacer. Una de las características de Nigeria es que en esta tierra mágica los sueños vuelan más alto que las personas. Si algún día visitas mi tierruca, te darás cuenta de que al mirar a las nubes, pueden
descifrarse miles y miles de cometas. Una cometa por cada
sueño echado al viento, por cada persona con la que te cruces que ansíe echar a
volar. Lo malo es que en mi país, no está permitido volar. Mujeres como yo lo
tenemos complicado, y en casa de mis parientes estaba prohibido mostrar las
alas. Tan solo veían bien que fuéramos lo que ellos calificaban como ‘mamíferos’:
personas ancladas a una tierra dispuestas a trabajar por ella y a llevar el
sustento a casa. Por eso, mi infancia fue el eufemismo de un trabajo. Pasábamos
las mañanas cultivando el preciado cacao, que más tarde mis parientes llevaban
en pequeñas dosis a los marchantes que actuaban como mediadores de cara a la
exportación. Mis parientes me daban 50 kobo por cada semana de trabajo, y
considerando que esa paga estaba sobreestimada, ya que les debía agradecer el
sustento y la manutención que me proporcionaban. No era consciente por aquel
entonces de lo que más tarde me dijeron que era explotación.
Mis parientes eran musulmanes en
una región en la que predominaba el cristianismo protestante. Por eso, y pese a
mantener unas relaciones comerciales estables, mis parientes no gustaban en
relacionarse con el resto del vecindario. Lo que comenzaban siendo tratos
económicos podían derivar en discusiones religiosas si se daba pie a una
conversación de más de cinco minutos, por lo que en nuestra casa evitábamos la
socialización vecinal. De vez en cuando, venían unos parientes del norte,
también musulmanes, con los que podíamos mantener un trato más prolongado. Sin
embargo, las mujeres de la casa solo teníamos derecho a escuchar cuando ellos
lo decidían, y a hablar cuando el resto de mujeres estaban presentes. No
podíamos permanecer en la sala durante el rezo, sino que debíamos entrar cuando
los hombres hubieran acabado para servir la comida. Pocas veces entendía lo que
hablaban cuando pasaban alrededor. No era nupoide, así que no podía saber qué
intenciones existían tras las miradas de lascivia de aquellos hombres. Confiaba
en que mis parientes me mantendrían a salvo, al fin y al cabo, era una niña. En
cambio, hoy me doy cuenta de que no es así.
Este resumen de mi infancia sucedió
cuando yo era solo una niña. Tenía apenas seis años. Hoy, tengo diez y ya soy
toda una mujer. Circulo en una camioneta sin rumbo a través de una selva
desconocida, después de días y días de desérticos y salvajes paisajes. Sin saber a dónde
voy. Mis compañeras de viaje hace tiempo que perdieron la voz, y juntas nos
aventuramos hacia un destino incierto, del que no sabemos si terminaremos por
envejecer del todo o terminará por arrollarnos, como las ruedas de la
camioneta, con las que a cada metro recorrido de baches y saltos, vamos
atropellando los instantes felices y desastrosos de la que pudo ser la vida
convencional de unas niñas convencionales.
Me llaman Lala. Y me escribo a mí
misma esta carta mental para recordarme quién soy, por si mañana despierto
corroída y convertida en otra persona.
Ana
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