Hacía frío en ese cuarto.
Demasiado frío.
Buscaba una habitación pequeña,
para que sus paredes pudieran abrigarme cuando mi alma echase a volar y me
dejase sola en tierra. Lo máximo a lo que puede aspirar mi cuerpo es a ascender
unos metros en un elevador, tantos como pisos tengo que subir para llegar
hasta aquí. Hasta mi cuarto. Pequeño, pero aún así, frío. Un frío que llegó de
la mano con el insomnio, guiñándome un ojo y susurrándome al oído, ‘esta noche
no’. Los dos se sentaron al borde de mi cama y pude ver sus maliciosas miradas,
mientras adormilada les distinguía riéndose entre las brumas de mis pestañas.
Carcajadas diabólicas, en blanco y negro, eléctricas. Se movían lentamente, hacia
delante y hacia atrás, doblados por la risa. Lentamente, como lentamente pasa
este otoño. Tiraban de mis sábanas hacia abajo, me las arrebataban en sus
ínfulas por mantenerse a mi lado. Y me quedé sin sábanas, con el frío
cristalizando mi piel y el insomnio agarrando mis párpados hacia extremos
opuestos. La oscuridad del cuarto quedó
bañada por la tenue luz de las farolas
de la calle, el reproductor mp3 se estancó, todo se detuvo, mi vista se quedó
en standby, y mi sueño con ella.
Por fin pude dormir, y esa noche soñé que era como el gotelé de mi pared. Una pizca de abultada pintura en una inacabable pared de réplicas infinitas. De pronto, sentí cómo me clavaban una chincheta en el centro de mi cuerpo de gotita, y las convulsiones me hicieron despertar de la forma más brusca que pude esperar. El insomnio se había ido, pero en su lugar quedaron las pesadillas, y esa maldita sensación de desazón en mi cuerpo. Me levanté de la cama, esquivando al frío, y descolgué todos y cada uno de los lienzos de mi cuarto, arrebatándoles las chinchetas de sujeción con cuidado, para no hacerle daño al gotelé. Me volví loca. Pero me dolía tanto, que lo único que se me pasó por la cabeza era no hacerle daño a la pared. Terminé por clavarme una chincheta en un pie y maldiciendo el día en el que le abrí la puerta al frío para que trajera a sus amigos. Todo era culpa suya.
Por fin pude dormir, y esa noche soñé que era como el gotelé de mi pared. Una pizca de abultada pintura en una inacabable pared de réplicas infinitas. De pronto, sentí cómo me clavaban una chincheta en el centro de mi cuerpo de gotita, y las convulsiones me hicieron despertar de la forma más brusca que pude esperar. El insomnio se había ido, pero en su lugar quedaron las pesadillas, y esa maldita sensación de desazón en mi cuerpo. Me levanté de la cama, esquivando al frío, y descolgué todos y cada uno de los lienzos de mi cuarto, arrebatándoles las chinchetas de sujeción con cuidado, para no hacerle daño al gotelé. Me volví loca. Pero me dolía tanto, que lo único que se me pasó por la cabeza era no hacerle daño a la pared. Terminé por clavarme una chincheta en un pie y maldiciendo el día en el que le abrí la puerta al frío para que trajera a sus amigos. Todo era culpa suya.
Hace dos horas hacía demasiado
frío en este cuarto. Ahora estoy helada, y rodeada por el triduo de la
desesperación. El insomnio, que me guiña un ojo; el frío, que me congela; y las
pesadillas que me rompen como si fuera un folio de papel.
Y yo, sufriendo por el gotelé.
Nunca dejes de escribir.
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