Balcones.
Montañas rusas.
Ratas.
Tigres.
Insectos.
Catarros.
Enfermedades.
Sentimientos.
Fantasmas.
Recuerdos.
Recuerdos.
Fantasmas.
Sentimientos.
Fantasmas.
Me producía todo un vértigo
espantoso. No podía retirar la sábana del espejo y contemplarme cada mañana,
porque también me daba vértigo. Mi cuarto tenía los cristales opacos, las bombillas
tintadas de negro y las paredes cubiertas por recortes de periódicos, gotelé y
llanto. La luz del día trastabillaba por el pasillo intentando llegar a la puerta,
al fondo, que con su exigua comprensión se mantenía cerrada, impertérrita. ‘De
aquí no pasas’, rezaban unos rayones grabados en la parte superior de la
puerta, donde debería haber una mirilla. Era de hierro forjado, suficientemente
rígida y cruel para mantener atenazada en el interior del zulo a su rehén. La
temperatura dentro del cuarto era altísima. Rondaba los cuarenta y cinco
grados, aunque es algo que jamás pude llegar a medir porque en aquel cuartucho
de entreplanta nunca tuve nada más que oscuridad y calor. Y frío, mucho frío.
Un frío helado que contraía mi cuerpo contra la pared. Las convulsiones que
producía esta macedonia de sensaciones podrían haber sido perfecto objeto de
estudio de cualquier médico francés de los años veinte.
Tenía la espalda cruzada por un
arañazo que rasgaba mi piel en dos, desgranándose a su vez en miles y miles de
astillas de piel, sangre y polvo que tiritaban a la luz de la oscuridad. En
aquel lugar no se percibía ningún sonido, pero el silencio era atronador. Con
ese pitido constante, que cruzaba los sentidos, desde el oído hasta la vista, haciendo
detonar los párpados, para que se mantuvieran siempre abiertos, encendidos, y
jamás pudiera descansar. Desde los ojos hasta la garganta, con punzadas tan
agudas, que vivía en un doloroso y continuo estado de amigdalitis. Desde la
garganta hasta la boca, a la cual llegaba a secar hasta tal punto, que se había
cerrado a cal y canto. Los labios estaban cosidos por la desesperación y la
sequía, y la falta de fuerza para poder realizar cualquier tipo de movimientos
musculares había logrado deteriorarlos, concediéndoles el aspecto de un suelo
pútrido, agrietado. Un suelo que nadie querría pisar jamás.
En medio de aquella masacre
vital, un día creí escuchar un sonido, lejano, como de piano…
Acabo de despertar tendida sobre esta cama blanca. Las suaves y níveas sábanas reposan hechas un ovillo sobre mi vientre. Aún escucho ese piano, su melodía gira en torno a mi cuerpo como una onda expansiva que se contrae y se impulsa con breves y profundas elevaciones. Mi cuerpo se mueve al ritmo, pero no es capaz de seguir a la música. Maniatado y desnudo, reside sobre este lecho atroz, ubicado en algún lugar de mi mente. Sobre mí flota aquella que un día estuvo encerrada en un cuarto oscuro, con paredes opacas. No sonríe porque no puede hacerlo, pero sé que lo haría si fuese capaz de llevar un poquito de líquido a sus labios. No me sonríe, pero sé que lo hace. Sé que permanecerá aquí conmigo, y que no me dejará sola. Sé que sonríe, porque estoy maniatada y desnuda. Lo que no sé es si aquella soy yo o fueron esos que no creyeron en mí y me cortaron las alas, desvistieron mi alma, y me dejaron abandonada en un maquiavélico estado de putrefacción. Ahora solo me tengo a mí misma, sobrevolándome. No sé quién soy yo. Ni siquiera sé si esa soy yo.
Sin embargo, me da vértigo.
Será un fantasma.
Será un fantasma.
Ana
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