Te suena todo a latín.
Las cosas
se agolpan en la rejilla de tu incomprensión. No hay desagüe que valga, te
sientes ahogado. Todo sucede demasiado deprisa y los pequeños detalles se
agolpan a las puertas de tu entendimiento. A codazos. Dando gritos. Increpando.
¿Por qué no les dejas entrar? Necesitan pase VIP para introducirse en tu sala
recelosa, temeraria, revestida de alegría y con trasfondo de penuria y
melancolía. El papel de la pared se cae a pedazos. La pulcritud de tus rincones
ha quedado cegada por la desolación. No sabes qué hacer. Quo vadis?
Imberbe. Te sientes como un niño,
como el niño que un día quiso echar a correr sin mirar atrás. Hacia ninguna
parte. Esa fantasía tan recurrente en largometrajes y videoclips, de la que te
sientes protagonista. Cerrar los ojos para no pensar, y después respirar. Y
respirar y volver a sentir ese titubeo, ese suspiro entrecortado. Y volver a
correr, y correr y correr. Y no parar. Hasta desfallecer. No sabes qué hacer. Quo vadis?
Has caído en el suelo. Pero no
has tropezado. El cansancio ha procurado que te detengas. Quizá para ti haya
reservada algo más que una carrera. Quizá para ti, la avalancha sea repentina,
pero eficaz. Todo sucede demasiado deprisa, pero ya lo has entendido. ¿Y por
qué no arriesgarse? Al fin y al cabo… No sabes que hacer, pero...
Alea iacta est.
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