Pasábamos hambre, mucho hambre. Teníamos tanto apetito que la piel se nos desprendía a jirones del esqueleto minuto a minuto. El día que nuestra estructura quedó al aire, no supimos muy bien si lo que azotaba nuestros huesos era la angustia por la pobreza o la vergüenza de llevar a cuestas una vida famélica. Mi hijo Pedrito había dejado de preguntarme por qué. Por qué papá, estás de vacaciones en enero, febrero, marzo y abril. Por qué papá, no tengo libros. Por qué papá, no puedo ir al colegio. Por qué papá, discutes con mamá. Por qué papá, no encienden las luces de la casa. Por qué papá, no arreglan la obra del barrio que no nos deja tener agua. Por qué papá, escondiste el teléfono en el armario y perdiste el ordenador. Por qué papá, tuvimos que mudarnos a casa de la abuela Eloísa. Por qué papá, no comemos.
Viajábamos mucho. Llevábamos una vida de estas que llaman “a todo tren”. Íbamos en Alvia, en business. Así año tras año hasta que mi empresa quebró, mi mujer enfermó y trabajar se convirtió más que en un preciado derecho, en un sueño inalcanzable para la familia Gutiérrez. Mi familia. Iluso de mí siempre pensé que al menos, solo tendría tres bocas que mantener. Pero tres bocas son tres vidas que no se mantienen a base de alimentos de Cáritas. Alimentarse es más complicado de lo que parece. Y no pude alimentar a mi mujer de regalos el Día de la Madre, de calefacción en invierno, de quehaceres en verano, de medicinas cuando las necesitaba. Tampoco pude alimentar a mi hijo de estudios, infancia, felicidad y promesas de futuro.
Pedrito, en cambio, siempre sonreía. No hablaba, pero sonreía. Cuando se le agotaron las preguntas parecía haber comprendido la realidad, aunque de forma distorsionada. Pasé muchas noches agazapado entre las sábanas en las que visualizaba la sonrisa de mi hijo, y me preguntaba a qué se debía su gesto. Me levantaba cada noche al cuarto contiguo a contemplarle. Incluso bajo la oscuridad parecía sonreír, como si se estuviese riendo en la cara de un mal sueño. Su sonrisa se convirtió en la mayor incertidumbre de mi vida. Algunos días, mientras ayudaba a su madre a hacer los ejercicios diarios de memoria, no podía concentrarme pensando en mi hijo y su sonrisa. Había pasado de ser un mero accesorio que utilizaba para vestirse en momentos de alegría. Ahora era algo más que eso, se trataba de una parte de él, como sus ojos, su nariz o sus escasos dientes. Su sonrisa era como sus piernas, su cuello o sus hombros, algo fundamental sobre su estructura. Revestía su esqueleto como un sastre que poco a poco cose de nuevo los jirones de piel y los hace relucir.
Llevaba varios días preguntándome por qué mi hijo actuaba de aquella manera. Apenas abría la boca, y cuando lo hacía era para dar las gracias por las lentejas a la voluntaria que nos visitaba cada martes, después de que esta le revolviese el pelo intensamente y le besase en los carrillos. Hubo un día en el que entraba en el cuarto de mi mujer para despertarla. Eran las diez de la mañana, y tocaba hacer los ejercicios matutinos de movilidad del tren inferior. Cuando abrí la puerta, una figura resplandecía entre los finos hilos de luz que penetraban en la habitación a través de la gastada persiana. Su pequeño contorno me hizo adivinar que era mi hijo. Me adentré con cuidado para no sobresaltarle, y me di cuenta de que estaba hablando con su madre que, dormida, no podía escucharle. Le contaba las noticias del día que había escuchado en la radio de la abuela, y cómo se sentía feliz porque por la tarde iría a nadar con el hijo del vecino al pantano.
- Mamá – decía- sé que cuando despiertes podrás venir conmigo y enfadarte por meterme hasta el fondo del pantano. Dirás que es peligroso, que me puedo ahogar. Pero después de enfadarte me felicitarás, porque he aprendido a nadar. ¿Sabes? Desde que dejé el cole, papá no ha sabido decirme nada, pero yo sé que no me lo dice porque está asustado. Yo no quiero preguntarle más, porque no quiero que se asuste. Así que le sonrío, como haces tú siempre. Creo que eso le da fuerzas a papá. Le mantenemos con vida sonriendo.
Tuve que alejarme unos pasos para que mi hijo no me viera llorar. Cerré la puerta de la habitación y le dejé dentro con su madre, charlando alegremente. En menos de un minuto, había resuelto la incógnita que me persiguió durante los últimos cuatro meses: por qué Pedrito se mostraba tan alegre si nos estaba consumiendo la miseria. Mi hijo se había hecho cargo de la familia y me alimentaba cada mañana con su sonrisa. A mí, y a su madre, que lleva más de dos años postrada en una cama sin poder caminar y sufriendo trastornos degenerativos que no le permiten reconocernos. Pedrito se presenta cada día a su madre como un amigo, sin llamarla mamá. Le sonríe y le ayuda, y con un gesto de serenidad, mi hijo de ocho años calma a su madre en la desesperación de esta por huir al no saber quiénes son los que la rodean. Mi hijo es ahora el hombre de la casa. Dejó de hacerse preguntas, de preocuparse. Comenzó a ocuparse, a actuar. A veces pensamos que los más pequeños no se dan cuenta de lo que sucede a su alrededor, los niños son invidentes.
Y sin embargo, así es como los que nos iluminan día a día son los ciegos.
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