El ser humano es demasiado
horripilante. No piensa lo que dice, ni hace lo que piensa. No dice lo que
piensa, ni es congruente entre el pensar y el decir. Todo ente viviente –salvo
dos o tres depravados históricos- persigue una misma finalidad. Y esa ‘misma
finalidad’ tiene nombres muy diversos que conducen al hiperónimo que los
engloba: felicidad. Todos parecemos querer llegar a ella, la rozamos con los
dedos de vez en cuando, como si resultara ser el aro antes de un buen mate. Y
el hecho de que sean pocas las veces que tengamos la oportunidad de ser
ala-pívots, esquivar al contrario y llegar a canasta ajena para poder rozarla,
hace que la búsqueda de esta, que los puntos anotados sean mucho más deliciosos
e interesantes.
Sin embargo, resulta que hay
jugadores a los que no les importan las normas, sino el llegar. Un fin que
justifica cualquier medio empleado para llegar a la cima, como afirmaba el
propio Maquiavelo. Corremos con el balón entre las manos sin importarnos si las
reglas dicen que no se puede avanzar determinados pasos sin botar el balón.
Resulta más sencillo y cómodo correr sin ceñirse a nada. Y justificamos esa
rebeldía contra lo establecido pensando en el hecho de que los demás, en nuestro caso, serían capaces
de hacer lo mismo. O algo peor. ¿Acaso somos tan omnipotentes como para conocer
realmente cómo lo haría cada uno?
‘Bendito sea el caos, porque es
síntoma de libertad’, decía Tierno Galván, de forma muy acertada, para
referirse a ciertos aspectos de la vida en los que no podemos permitirnos la
licencia de que nos pisoteen esos jugadores para llegar a su objetivo. El
problema reside en que, por lo general, confundimos nuestros límites,
extrapolamos el monopolio de nuestra vida a vidas ajenas y nos creemos con el
control y el derecho a todo sobre cualquiera, sin conocer a al ser humano que
hay detrás. Y consideramos que seguimos persiguiendo la felicidad. Pero
perseguir la felicidad por caminos de cardos no hace otra cosa que magullar los
pies y retrasar la llegada. ¿Por qué resulta tan difícil la congruencia entre
el hacer y el decir?
‘Actúas como un niño’, nos dicen
cada vez que nos comportamos de esta manera. Menuda ofensa. ¡Un niño! ¡Ya
quisiera cualquiera poder actuar con la nobleza con la que lo hacen los niños¡
Dicen lo que piensan, preguntan por qué todo es como es, y si les haces daño,
te sueltan un mordisco o una colleja para que no se lo vuelvas a hacer. Los
niños no son perfectos, pero nosotros no somos mejores que ellos. Crecemos
pensando que valores como la amistad o el compañerismo, o simplemente, la
curiosidad, el civismo y la educación, se verán nutridos con la edad. ¿Y qué es
lo que ocurre? Que amanecemos cada mañana con cara de perro y fusta en mano
para castigar a todo aquel que se nos cruce durante el día con nuestro mal talante.
¿Por qué?
La vida resulta demasiado más
compleja y ambigua, plantea muchos interrogantes como para ceñirse a lo
insulso. Los cardos crecen a ambos lados del camino, y de vez en cuando,
tenemos la mala e inevitable suerte de tener que pisar alguno con los pies
descalzos. Escribo estas líneas y pienso: ¡Vaya mierda de texto, nunca he
escrito nada peor! Sabiendo que aún así es la única forma de liberar el mal
humor que me han pegado estos últimos días personas que no quieren ver la
suerte que tenemos de estar aquí, vivos, poder luchar por alcanzar unos sueños
que si tienen que ser serán, con esfuerzo y dedicación.
Ya bastante cansado es pasar los
días soñando como para tener que sufrir las noches con pesadillas. Yo no quiero
estrictos cánones en mi vida, pero tampoco contrincantes que me pisoteen. Tengo
la oportunidad y la libertar para elegir. Y yo quiero juego limpio,
compañerismo real que se manifieste en pequeños momentos y ser la escolta de mi
propia vida, y si algún día se precia, de la vida de alguien más.
Ana
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