“La ciudad de los muertos” había
rezado el obispo en su homilía. Y tan pronto como el prelado había proferido
esas palabras, la incertidumbre salpicó sus pensamientos. ¿Qué diferenciaba a
los muertos de los vivos? Él caminaba por una ciudad de vivos que le golpeaban,
machacaban, herían e incluso intentaban pisotearle como si fuese un chicle
sobre el asfalto. Inerte. Muerto. Y sin embargo, estaba vivo. En muchas
ocasiones llegaba a pensar que la vida no se reducía a manifestaciones como la
respiración, la ingesta de alimentos o la necesidad de descanso nocturno. Por
eso, había cambiado las noches de almohada y hogar por nocturnidad en los
antros. Había hecho un trueque con la vida y había elegido estar muerto.
De manera incansable, ella
intentó convencerle de lo contrario, pero él siempre se escondía bajo las
mismas excusas baratas. Ligaba sus banales argumentos a hirientes insultos y
malos gestos que escudriñaban su rostro cada vez que ella le reprochaba su manera
de perder la vida. Su hermana siempre supo lo que era bueno para él, pero los
rastrojos que quedaban del ser que un día fue se empeñaban en ver lo contrario.
Y ahora, se encontraba allí, perdido y solo. Ella ya no le reprochaba nada,
porque ya no tenía voz para poder espetarle que aquellas noches en suburbios clandestinos
le estaban asfixiando poco a poco.
Ahora, ambos habían perdido su
alma. Mientras él vagaba por aquellos callejones sin humo, sin gritos, en los
que no se escuchaban pasos ni atisbo alguno de respiración, llegó a pensar que
había muerto. En cambio, ella no estaba allí. Si sus fuerzas hubieran llegado a
flaquear del todo y él hubiese fallecido, ella se encontraría ahora a su lado.
Pero no estaba.
De repente, el joven adolescente
que se escondía tras aquel cuerpo gastado por los excesos, abrió los ojos.
Ensimismado, se dio cuenta de que había permanecido sumido en sus pensamientos
algo más de cinco minutos, tal vez diez. Y había llegado su turno. Hasta ese
momento, solo se escucharon sus pasos atravesando la balaustrada y los bancos
posteriores para llegar al pasillo central. A continuación, un suspiro. Y luego
un grito desgarrado mientras sus lágrimas recorrían las profundas mejillas y
humedecían el lustroso cuello de aquella camisa gris. Se abrazaba con angustia
sobre una caja de madera veteada, recostando la cabeza, sobre su oreja
izquierda, para escuchar de nuevo aquellos lamentos y recriminaciones que había
dejado de sentir. Allí dentro no quedaba nada.
Transcurrieron otros cinco
minutos de angustia. El rostro le cambió. Se puso en pie, impertérrito,
mientras lanzaba miradas de odio contra los asistentes que, atenazados,
inclinaban la cabeza a su paso. Al llegar frente al altar hizo un gesto al
obispo, que le indicó con aprobación que subiera. Llegó frente al atril, posó
sus manos sobre el libro que tenía ante sus ojos, y acariciando sus lomos, lo
cerró de un golpe.
Entonces, fue cuando alzó la
mirada a los familiares, amigos, conocidos y curiosos que en aquel templo se
habían reunido para despedir a su hermana y les dijo:
- - Estáis todos muertos. Estáis todos más muertos
que ella.
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