Escucho en silencio el tic tac
del reloj del salón. El sonido de la aguja marcando los tiempos de cada uno de
los segundos que componen las sesenta piezas de su esfera.
Tic.
La aguja rasga el silencio con su
frenético y medido movimiento. Realizado a la perfección, pareciera ser que
cada segundo es una parte especial, única, que por sí misma tiene significado.
Sin embargo, necesita de otros cincuenta y nueve exactamente iguales para
componer una unidad superior.
Resulta que a veces los segundos
van en pareja. Tic-tac. Algo comprensible en relojes como los de la abuela Julia,
cuyas agujas, orientadas en vertical, simplemente realizaban movimientos cuasi
semicirculares a un lado y a otro. Tic, y luego tac. De niños intentábamos
averiguar cuál de los dos movimientos era el agudo tic y cual el cadente tac.
Tardábamos una media hora en llegar a un acuerdo, y cuando lo conseguíamos,
intentábamos alterar el orden de los factores. ¿Por qué tic no podía ser tac? Y
alterando el orden resultaban sonar igual. Al final era nuestra percepción la
que alteraba esos sonidos, y en todos los relojes los segundos sonaban igual.
Incluso en los de movimientos semicirculares como el de la abuela Julia.
Abuela solía decir que los
segundos son como soldados que desfilan unos detrás de otros, en fila, como si
atravesasen variopintos rincones de cualquier rincón de nuestro planeta a pie
enjuto. Vistiendo un semblante impertérrito, sus brazos se erigen sin
vacilación hacia arriba y hacia abajo. Estos soldados no levantan sus miradas,
ni siquiera la voz. Solamente las extremidades para seguir caminando hacia
delante. Porque los segundos no hablan. Las agujas rompen en silencio por
ellos, marcando su ritmo marcial. ¿Contra quién luchan estos soldados? Siempre
que le preguntábamos con ahínco, abuela aseguraba que su peor enemigo es el ser
humano, que rompe el silencio con gritos más fuertes que el sonido de las
agujas cada vez que un segundo desfila a su lado demasiado cerca.
Los segundos son más complicados
de lo que pudieran parecer. Simples en su composición, resultan la pieza más
sencilla del tiempo y a la vez la más compleja de analizar. Los segundos son
huidizos, decisivos, impredecibles y solitarios. La mente humana se encarga de
agruparlos para que no se escapen a su comprensión, pero aún así, son difíciles
de entender. Hijos de las horas, los minutos no entienden cómo sus segundos
pueden ser tan egoístas. No se hacen caso unos a otros, mientras que ellos, los
minutos, se unen para conseguir que lo que al ser humano le parecen horas, tan
solo sean algunos minutos conjurados en oscura confabulación.
Mientras tanto, los segundos
viajan separados, ermitaños, logrando apoderarse de esa pequeña parcela de
tiempo que todo puede cambiarlo.
En el fondo, Abuela era incrédula.
Y su escepticismo le llevó a caer. En un segundo. Cayó en un segundo. Un
segundo individual que se la llevó y cuya aguja rasgó nuestras vidas para
siempre. Porque al final resultó que todos los segundos sonaban igual, pero no
viajaban solos.
Llevaban personas.