Enero. Copos de nieve se agolpan en las inmediaciones de las alcantarillas de la ciudad, esperando deshacerse sutilmente con el paso de los primeros rayos de sol por las aduanas de las nubes. La abuela comienza a tomarse las medicinas que padre le ha enviado desde el frente. Celebramos la Epifanía sirviendo en casa del señor Mendoza, que intenta abusar de mis dos hermanas durante sus furtivas escapadas a la habitación del servicio, lejos de la mirada altiva de su señora esposa.
Mientras, ella sonríe entre mis ilusiones.
Febrero. La nieve se hace dulce y comienzan las primeras lluvias. La recolección de la fruta se hace absurda, toda ha quedado dañada por el temporal. El señor nos ha reducido el sueldo a la tercera parte porque considera que los empleados conspiramos en detrimento de sus intereses. La abuela empeora porque las medicinas no llegan en su envío rutinario. La señorita Lucía ha despedido a cuatro chóferes en cinco días acusándolos de zafiedad. A mediados de mes el antiguo armario de roble del abuelo, en el que solíamos guardar las provisiones, aparece desolado.
Cada sonrisa suya es una estrella fugaz entre mis pensamientos.
Marzo. Después de pasar quince días sin apenas probar bocado, la abuela muere. Padre sale una mañana en busca de trabajo para poder paliar nuestra situación. Las cosas en la mansión continúan en su línea de majestuosa indecencia. Las criadas se empeñan laboriosamente en su cortejo al recién llegado hijo del Señor, que paga barato sus placeres.
El pulso y el corazón tiemblan al unísono.
Abril. Padre ha desaparecido. Partió en busca de un futuro mejor para los suyos, y ante la imposibilidad de pelear por causas nobles, se dio al juego en un local de alterne para pagar sus propias deudas. Terminó pagando con carne fresca lo que empezó con pellejos.
Soy un cobarde como él. Algún día miraré hacia atrás.
Mayo. Lo enterramos el primero de mayo, entre los primeros atisbos de luna de un domingo nublado. Vivió en la oscuridad cobarde de su propia alma. Siempre le gustó el color negro. Ahora la familia Mendoza me ha despedido. No quieren hacerse cargo de un huérfano que pueda generarles perjuicios sociales. Lucía ha confesado que está encinta de su antiguo chófer. Mientras me alejo de la casa, todavía puedo alcanzar a oir algunos de los gemidos que emite la señorita mientras una matrona le succiona, como si de una mancha se tratase, a aquel ser bastardo que crecía en sus entrañas.
Sigue tan hermosa. Sus gestos de despedida me dejan sin aliento.
Junio. Todas las noches trepo por la barandilla que da hacia el patio trasero y la espero en aquel balcón de madera que podría traicionarme con el vacío en cualquier momento. Tenemos una cita, encuentros prohibidos entre el silencio y las últimas luces del atardecer. La soledad se rasga como una cortina de seda. No necesito nada más. Desciendo por los barrotes de hierro oxidados hacia el descuidado césped trasero de la residencia.
Detrás de esas cortinas, solo pretendo ser la silueta que vele sus sueños y aleje sus pesadillas a golpe de suspiro.
Lo fácil es contar los meses. Lo difícil es contar los años que han transcurrido sin que mi alma se aleje de ti. Desde aquel día de invierno, desde aquel vestido de segunda mano turquesa, desde aquellas gélidas y agrietadas manos que sufrían de agotamiento mientras reposaban con calidez sobre tu suave regazo, desde el primer sueño desvelado en diván.
La quiero.
Hoy es nuestro aniversario. Cumplimos cincuenta y seis años de matrimonio. Mientras la enfermera me acerca mi ración diaria de inútil Avastin, medito en mis recuerdos. Soy un náufrago hundido con gloria en el mar de la vida. El cáncer me está devorando las entrañas. Por fin algo ha podido detener mis ansias de vivir, pero no es la enfermedad, sino el propio amor que me consume para reunirme con ella. Hoy, es nuestro aniversario. Hoy hace 18 años que murió. Hoy, la he visto sonreír de nuevo, mientras escapa junto a mí de aquella mansión sombría en la que conseguimos trazar nuestra propia estela de ilusión.