jueves, 18 de diciembre de 2014

Un segundo


Escucho en silencio el tic tac del reloj del salón. El sonido de la aguja marcando los tiempos de cada uno de los segundos que componen las sesenta piezas de su esfera.

Tic.

La aguja rasga el silencio con su frenético y medido movimiento. Realizado a la perfección, pareciera ser que cada segundo es una parte especial, única, que por sí misma tiene significado. Sin embargo, necesita de otros cincuenta y nueve exactamente iguales para componer una unidad superior.

Resulta que a veces los segundos van en pareja. Tic-tac. Algo comprensible en relojes como los de la abuela Julia, cuyas agujas, orientadas en vertical, simplemente realizaban movimientos cuasi semicirculares a un lado y a otro. Tic, y luego tac. De niños intentábamos averiguar cuál de los dos movimientos era el agudo tic y cual el cadente tac. Tardábamos una media hora en llegar a un acuerdo, y cuando lo conseguíamos, intentábamos alterar el orden de los factores. ¿Por qué tic no podía ser tac? Y alterando el orden resultaban sonar igual. Al final era nuestra percepción la que alteraba esos sonidos, y en todos los relojes los segundos sonaban igual. Incluso en los de movimientos semicirculares como el de la abuela Julia.

Abuela solía decir que los segundos son como soldados que desfilan unos detrás de otros, en fila, como si atravesasen variopintos rincones de cualquier rincón de nuestro planeta a pie enjuto. Vistiendo un semblante impertérrito, sus brazos se erigen sin vacilación hacia arriba y hacia abajo. Estos soldados no levantan sus miradas, ni siquiera la voz. Solamente las extremidades para seguir caminando hacia delante. Porque los segundos no hablan. Las agujas rompen en silencio por ellos, marcando su ritmo marcial. ¿Contra quién luchan estos soldados? Siempre que le preguntábamos con ahínco, abuela aseguraba que su peor enemigo es el ser humano, que rompe el silencio con gritos más fuertes que el sonido de las agujas cada vez que un segundo desfila a su lado demasiado cerca.

Los segundos son más complicados de lo que pudieran parecer. Simples en su composición, resultan la pieza más sencilla del tiempo y a la vez la más compleja de analizar. Los segundos son huidizos, decisivos, impredecibles y solitarios. La mente humana se encarga de agruparlos para que no se escapen a su comprensión, pero aún así, son difíciles de entender. Hijos de las horas, los minutos no entienden cómo sus segundos pueden ser tan egoístas. No se hacen caso unos a otros, mientras que ellos, los minutos, se unen para conseguir que lo que al ser humano le parecen horas, tan solo sean algunos minutos conjurados en oscura confabulación.

Mientras tanto, los segundos viajan separados, ermitaños, logrando apoderarse de esa pequeña parcela de tiempo que todo puede cambiarlo.

En el fondo, Abuela era incrédula. Y su escepticismo le llevó a caer. En un segundo. Cayó en un segundo. Un segundo individual que se la llevó y cuya aguja rasgó nuestras vidas para siempre. Porque al final resultó que todos los segundos sonaban igual, pero no viajaban solos.


Llevaban personas. 

domingo, 2 de noviembre de 2014

La ciudad de los muertos

“La ciudad de los muertos” había rezado el obispo en su homilía. Y tan pronto como el prelado había proferido esas palabras, la incertidumbre salpicó sus pensamientos. ¿Qué diferenciaba a los muertos de los vivos? Él caminaba por una ciudad de vivos que le golpeaban, machacaban, herían e incluso intentaban pisotearle como si fuese un chicle sobre el asfalto. Inerte. Muerto. Y sin embargo, estaba vivo. En muchas ocasiones llegaba a pensar que la vida no se reducía a manifestaciones como la respiración, la ingesta de alimentos o la necesidad de descanso nocturno. Por eso, había cambiado las noches de almohada y hogar por nocturnidad en los antros. Había hecho un trueque con la vida y había elegido estar muerto.

De manera incansable, ella intentó convencerle de lo contrario, pero él siempre se escondía bajo las mismas excusas baratas. Ligaba sus banales argumentos a hirientes insultos y malos gestos que escudriñaban su rostro cada vez que ella le reprochaba su manera de perder la vida. Su hermana siempre supo lo que era bueno para él, pero los rastrojos que quedaban del ser que un día fue se empeñaban en ver lo contrario. Y ahora, se encontraba allí, perdido y solo. Ella ya no le reprochaba nada, porque ya no tenía voz para poder espetarle que aquellas noches en suburbios clandestinos le estaban asfixiando poco a poco.

Ahora, ambos habían perdido su alma. Mientras él vagaba por aquellos callejones sin humo, sin gritos, en los que no se escuchaban pasos ni atisbo alguno de respiración, llegó a pensar que había muerto. En cambio, ella no estaba allí. Si sus fuerzas hubieran llegado a flaquear del todo y él hubiese fallecido, ella se encontraría ahora a su lado. Pero no estaba.

De repente, el joven adolescente que se escondía tras aquel cuerpo gastado por los excesos, abrió los ojos. Ensimismado, se dio cuenta de que había permanecido sumido en sus pensamientos algo más de cinco minutos, tal vez diez. Y había llegado su turno. Hasta ese momento, solo se escucharon sus pasos atravesando la balaustrada y los bancos posteriores para llegar al pasillo central. A continuación, un suspiro. Y luego un grito desgarrado mientras sus lágrimas recorrían las profundas mejillas y humedecían el lustroso cuello de aquella camisa gris. Se abrazaba con angustia sobre una caja de madera veteada, recostando la cabeza, sobre su oreja izquierda, para escuchar de nuevo aquellos lamentos y recriminaciones que había dejado de sentir. Allí dentro no quedaba nada.

Transcurrieron otros cinco minutos de angustia. El rostro le cambió. Se puso en pie, impertérrito, mientras lanzaba miradas de odio contra los asistentes que, atenazados, inclinaban la cabeza a su paso. Al llegar frente al altar hizo un gesto al obispo, que le indicó con aprobación que subiera. Llegó frente al atril, posó sus manos sobre el libro que tenía ante sus ojos, y acariciando sus lomos, lo cerró de un golpe.

Entonces, fue cuando alzó la mirada a los familiares, amigos, conocidos y curiosos que en aquel templo se habían reunido para despedir a su hermana y les dijo:


-          - Estáis todos muertos. Estáis todos más muertos que ella. 

domingo, 14 de septiembre de 2014

El secreto de sus ojos

Anoche lloré como un bebé. Como un bebé universal que contiene el llanto de todos los bebés del mundo. Como si tuviera hambre, sed, ganas de que me cogieran en brazos, de orinar, de mimos, de que me dejasen en paz.

Lloré sin lágrimas. Lloré de llanto contenido.

Anoche viví el que sin duda sea hasta ahora uno de los momentos más importantes de mi vida. Tuve el honor y el placer de encontrarme con mi  referente periodístico: Gervasio Sánchez. Un hombre que según me vio, se dirigió a mí como una más, sin importarle mi edad, mis titubeos o mis trémulas palabras al dirigirme a él con admiración. Gervasio es especial, porque a través de su curtida piel morena transpira ese halo de humanidad y respeto que la
profesión hace que muchos olviden. Es uno de esos ciudadanos de mundo que de vez en cuando realizan una parada en su nomadismo para mirarte, y contarte la versión más cruda de la realidad, a ti, en concreto. Lo más espectacular es que lo hace sin perder la sonrisa, como si todo lo que en su retina ha quedado fijado a lo largo de los últimos 30 años no le hiciese perder la fe en el ser humano.

Lo más impactante de una persona como él, es mirarle a los ojos. Su segundo y su tercer objetivo. Los que le ayudan a guiar los pasos de su cámara y a retratar la realidad. Lo más impresionante es sumergirse en sus pupilas y averiguar toda suerte de historias. Historias de  guerra, historias reales que distan mucho de las películas de Tarantino. Historias con nombres y apellidos. Él sabe que las historias son mucho más importantes que su propia figura, y por eso las lleva por delante, como si sus ojos estuviesen matriculados con ellas. Al mirarle te estremecen los dos millones de refugiados de Sarajevo en la Guerra de Bosnia. Escuchas el llanto de un bebé con su madre fallecida en la cama contigua en algún lugar de la antigua Yugoslavia. Asistes a un desfile de familiares que posan con las fotografías de sus muertos en guerras fratricidas. Viajas por Sierra Leona en plena guerra civil, desde Moyamba hasta Pujehun y subiendo luego a Kono. Los desastres de la guerra. Piernas ortopédicas calzando deportivas de Adidas en Kabul. Mujeres angoleñas desayunando tranquilamente mientras reposan sentadas sobre piernas que ya no tienen, mutiladas en cuerpo pero también en alma. Padres llorando sobre cadáveres de sus hijos en Kosovo. Caravanas interminables de refugiados. Víctimas del cólera en Ruanda cuya media de edad oscila entre los 5 y los 6 años.

Al adentrarte en los ojos de Gervasio ves a Jim Foley, a Steven Sotloff, a David Haines, y a un desesperado Alan Henning. A familiares y amigos de estos implorando respeto y la no visualización de las imágenes de sus ejecuciones. Y a los miles y miles de civiles que parejos, son asesinados día tras día.

Tratar con Gervasio te hace comprender que todo es como lo muestran sus imágenes, que la realidad no está maquillada por oscuras ficciones, sino por la más cruenta verdad de lo que allí sucede. Que, como decía en una ocasión, se estremecen las entrañas al entrar en las casas de aquellas personas y comprobar cómo en sus estantes reposan los viejos CDs de música que yo también escucho. Sus grupos favoritos eran los míos, y allí se encuentran, en estantes desgastados y polvorientos sobre los que cae una lluvia de cascotes. Duermen exhalando su último aliento, como si sus melodías se hubieran apagado a la par que los corazones de aquellos que las escuchaban. Se cierran las puertas de aquellos lugares que algún día fueron un hogar y se apagan las voces, pero no las luces.

Personas como Gervasio  consiguen que la luz no se consuma, arrojan verdad sobre nuestras cabezas, pequeñas píldoras de realismo que nos recuerdan que nuestra situación no es convencional, que hay gente muriendo ahí fuera. Recuerda que hay gente muriendo ahí fuera. Pero recuérdalo guardando respeto a las víctimas, sin caerte de la delgada línea que separa el morbo de la desesperación.

Personas como Gervasio nos enseñan cada día a otras personas que viven una realidad desvirtuada, que conocen las últimas consecuencias del comportamiento humano, que palpitan a la vez que duermen, con la semilla del miedo plantada en sus almas. Y que no tienen culpa más allá de nacer donde han nacido.

Por nuestra parte, no tenemos la culpa de vivir en un sector del planeta que no conoce el lado más terrorífico de la libertad humana, pero en nuestra mano queda la consciencia, la reivindicación, el trabajo y la lucha para conseguir que desde una de las partes más poderosas del mundo podamos cambiar un poquito las cosas. Y esa parte poderosa se llama humanidad.

Tal vez no podamos hacer nada por un niño que agoniza en un campo, pero podemos retratar su realidad, concederle un altavoz que no maquille su existencia. Poner nombres y apellidos a todos y cada uno de ellos.

Piensa en tu vida. Piensa en lo importante que eres. Y ahora multiplícate por mil. Tal vez así, llegues a comprender aunque sea un poquito, el sufrimiento de la humanidad.

Si personas que han sufrido, han conocido el horror, han experimentado la guerra y se han codeado con la muerte aún no pierden la sonrisa, aún no pierden la humanidad, no termino por explicarme cómo nosotros sí lo hacemos, teniendo todo en nuestras manos.


Gracias Gervasio, por haber acudido a la entrevista con tanta gente. Ahora puedo decir que me he codeado con las miles y miles de personas que han pasado por el objetivo de tus ojos. Con miles y miles de héroes silenciosos que me acogojan cada noche cuando cierro los míos e intento dormir. Sin perder nunca el norte, y recordando que hay mucha gente, que mientras yo duermo, está muriendo ahí fuera y que necesitan ser contemplados. 


miércoles, 21 de mayo de 2014

Ciegos

Pasábamos hambre, mucho hambre. Teníamos tanto apetito que la piel se nos desprendía a jirones del esqueleto minuto a minuto. El día que nuestra estructura quedó al aire, no supimos muy bien si lo que azotaba nuestros huesos era la angustia por la pobreza o la vergüenza de llevar a cuestas una vida famélica. Mi hijo Pedrito había dejado de preguntarme por qué. Por qué papá, estás de vacaciones en enero, febrero, marzo y abril. Por qué papá, no tengo libros. Por qué papá, no puedo ir al colegio. Por qué papá, discutes con mamá. Por qué papá, no encienden las luces de la casa. Por qué papá, no arreglan la obra del barrio que no nos deja tener agua. Por qué papá, escondiste el teléfono en el armario y perdiste el ordenador. Por qué papá, tuvimos que mudarnos a casa de la abuela Eloísa. Por qué papá, no comemos. 

Viajábamos mucho. Llevábamos una vida de estas que llaman “a todo tren”. Íbamos en Alvia, en business. Así año tras año hasta que mi empresa quebró, mi mujer enfermó y trabajar se convirtió más que en un preciado derecho, en un sueño inalcanzable para la familia Gutiérrez. Mi familia. Iluso de mí siempre pensé que al menos, solo tendría tres bocas que mantener. Pero tres bocas son tres vidas que no se mantienen a base de alimentos de Cáritas. Alimentarse es más complicado de lo que parece. Y no pude alimentar a mi mujer de regalos el Día de la Madre, de calefacción en invierno, de quehaceres en verano, de medicinas cuando las necesitaba. Tampoco pude alimentar a mi hijo de estudios, infancia, felicidad y promesas de futuro. 

Pedrito, en cambio, siempre sonreía. No hablaba, pero sonreía. Cuando se le agotaron las preguntas parecía haber comprendido la realidad, aunque de forma distorsionada. Pasé muchas noches agazapado entre las sábanas en las que visualizaba la sonrisa de mi hijo, y me preguntaba a qué se debía su gesto. Me levantaba cada noche al cuarto contiguo a contemplarle. Incluso bajo la oscuridad parecía sonreír, como si se estuviese riendo en la cara de un mal sueño. Su sonrisa se convirtió en la mayor incertidumbre de mi vida. Algunos días, mientras ayudaba a su madre a hacer los ejercicios diarios de memoria, no podía concentrarme pensando en mi hijo y su sonrisa. Había pasado de ser un mero accesorio que utilizaba para vestirse en momentos de alegría. Ahora era algo más que eso, se trataba de una parte de él, como sus ojos, su nariz o sus escasos dientes. Su sonrisa era como sus piernas, su cuello o sus hombros, algo fundamental sobre su estructura. Revestía su esqueleto como un sastre que poco a poco cose de nuevo los jirones de piel y los hace relucir. 

Llevaba varios días preguntándome por qué mi hijo actuaba de aquella manera. Apenas abría la boca, y cuando lo hacía era para dar las gracias por las lentejas a la voluntaria que nos visitaba cada martes, después de que esta le revolviese el pelo intensamente y le besase en los carrillos. Hubo un día en el que entraba en el cuarto de mi mujer para despertarla. Eran las diez de la mañana, y tocaba hacer los ejercicios matutinos de movilidad del tren inferior. Cuando abrí la puerta, una figura resplandecía entre los finos hilos de luz que penetraban en la habitación a través de la gastada persiana. Su pequeño contorno me hizo adivinar que era mi hijo. Me adentré con cuidado para no sobresaltarle, y me di cuenta de que estaba hablando con su madre que, dormida, no podía escucharle. Le contaba las noticias del día que había escuchado en la radio de la abuela, y cómo se sentía feliz porque por la tarde iría a nadar con el hijo del vecino al pantano. 


- Mamá – decía- sé que cuando despiertes podrás venir conmigo y enfadarte por meterme hasta el fondo del pantano. Dirás que es peligroso, que me puedo ahogar. Pero después de enfadarte me felicitarás, porque he aprendido a nadar. ¿Sabes? Desde que dejé el cole, papá no ha sabido decirme nada, pero yo sé que no me lo dice porque está asustado. Yo no quiero preguntarle más, porque no quiero que se asuste. Así que le sonrío, como haces tú siempre. Creo que eso le da fuerzas a papá. Le mantenemos con vida sonriendo. 


Tuve que alejarme unos pasos para que mi hijo no me viera llorar. Cerré la puerta de la habitación y le dejé dentro con su madre, charlando alegremente. En menos de un minuto, había resuelto la incógnita que me persiguió durante los últimos cuatro meses: por qué Pedrito se mostraba tan alegre si nos estaba consumiendo la miseria. Mi hijo se había hecho cargo de la familia y me alimentaba cada mañana con su sonrisa. A mí, y a su madre, que lleva más de dos años postrada en una cama sin poder caminar y sufriendo trastornos degenerativos que no le permiten reconocernos. Pedrito se presenta cada día a su madre como un amigo, sin llamarla mamá. Le sonríe y le ayuda, y con un gesto de serenidad, mi hijo de ocho años calma a su madre en la desesperación de esta por huir al no saber quiénes son los que la rodean. Mi hijo es ahora el hombre de la casa. Dejó de hacerse preguntas, de preocuparse. Comenzó a ocuparse, a actuar. A veces pensamos que los más pequeños no se dan cuenta de lo que sucede a su alrededor, los niños son invidentes. 

Y sin embargo, así es como los que nos iluminan día a día son los ciegos.

martes, 25 de febrero de 2014

Sobre cardos, ala-pívots y toxicidad humana

El ser humano es demasiado horripilante. No piensa lo que dice, ni hace lo que piensa. No dice lo que piensa, ni es congruente entre el pensar y el decir. Todo ente viviente –salvo dos o tres depravados históricos- persigue una misma finalidad. Y esa ‘misma finalidad’ tiene nombres muy diversos que conducen al hiperónimo que los engloba: felicidad. Todos parecemos querer llegar a ella, la rozamos con los dedos de vez en cuando, como si resultara ser el aro antes de un buen mate. Y el hecho de que sean pocas las veces que tengamos la oportunidad de ser ala-pívots, esquivar al contrario y llegar a canasta ajena para poder rozarla, hace que la búsqueda de esta, que los puntos anotados sean mucho más deliciosos e interesantes.

Sin embargo, resulta que hay jugadores a los que no les importan las normas, sino el llegar. Un fin que justifica cualquier medio empleado para llegar a la cima, como afirmaba el propio Maquiavelo. Corremos con el balón entre las manos sin importarnos si las reglas dicen que no se puede avanzar determinados pasos sin botar el balón. Resulta más sencillo y cómodo correr sin ceñirse a nada. Y justificamos esa rebeldía contra lo establecido pensando en el hecho de  que los demás, en nuestro caso, serían capaces de hacer lo mismo. O algo peor. ¿Acaso somos tan omnipotentes como para conocer realmente cómo lo haría cada uno?

‘Bendito sea el caos, porque es síntoma de libertad’, decía Tierno Galván, de forma muy acertada, para referirse a ciertos aspectos de la vida en los que no podemos permitirnos la licencia de que nos pisoteen esos jugadores para llegar a su objetivo. El problema reside en que, por lo general, confundimos nuestros límites, extrapolamos el monopolio de nuestra vida a vidas ajenas y nos creemos con el control y el derecho a todo sobre cualquiera, sin conocer a al ser humano que hay detrás. Y consideramos que seguimos persiguiendo la felicidad. Pero perseguir la felicidad por caminos de cardos no hace otra cosa que magullar los pies y retrasar la llegada. ¿Por qué resulta tan difícil la congruencia entre el hacer y el decir?


‘Actúas como un niño’, nos dicen cada vez que nos comportamos de esta manera. Menuda ofensa. ¡Un niño! ¡Ya quisiera cualquiera poder actuar con la nobleza con la que lo hacen los niños¡ Dicen lo que piensan, preguntan por qué todo es como es, y si les haces daño, te sueltan un mordisco o una colleja para que no se lo vuelvas a hacer. Los niños no son perfectos, pero nosotros no somos mejores que ellos. Crecemos pensando que valores como la amistad o el compañerismo, o simplemente, la curiosidad, el civismo y la educación, se verán nutridos con la edad. ¿Y qué es lo que ocurre? Que amanecemos cada mañana con cara de perro y fusta en mano para castigar a todo aquel que se nos cruce durante el día con nuestro mal talante. ¿Por qué?

La vida resulta demasiado más compleja y ambigua, plantea muchos interrogantes como para ceñirse a lo insulso. Los cardos crecen a ambos lados del camino, y de vez en cuando, tenemos la mala e inevitable suerte de tener que pisar alguno con los pies descalzos. Escribo estas líneas y pienso: ¡Vaya mierda de texto, nunca he escrito nada peor! Sabiendo que aún así es la única forma de liberar el mal humor que me han pegado estos últimos días personas que no quieren ver la suerte que tenemos de estar aquí, vivos, poder luchar por alcanzar unos sueños que si tienen que ser serán, con esfuerzo y dedicación.


Ya bastante cansado es pasar los días soñando como para tener que sufrir las noches con pesadillas. Yo no quiero estrictos cánones en mi vida, pero tampoco contrincantes que me pisoteen. Tengo la oportunidad y la libertar para elegir. Y yo quiero juego limpio, compañerismo real que se manifieste en pequeños momentos y ser la escolta de mi propia vida, y  si algún día se precia, de la vida de alguien más. 




Ana